Pequeña flor

Mitre, en el que es su séptimo largometraje, realiza un trabajo bastante sólido, imprescindible para poder llevar a puerto (no sé si buen sería el adjetivo adecuado) una historia tan surrealista y absurda como subyugante.

La vida de José, su mujer Lucie y su niña bebé Antonia, transcurre en una ciudad mediana y anodina de la Francia central. En un barrio poco concurrido, de categoría social desconocida y con una ocupación cotidiana en la que la actividad más arriesgada es intentar dar de comer a la niña, José se ve envuelto en una compleja y serpenteante trama de asesinato, llena de rabia, tedio, sorpresa, desconcierto y toda emoción o sensación que pueda verse reflejada en su impertérrito semblante.

Pequeña flor, picotea, valga la redundancia, en muchas flores. La imagen del hombre corriente que se ve envuelto en una incomprensible y desquiciante conspiración de la naturaleza o de las moiras parece venir de Hitchcock, mientras que la mezcla de elementos fantasiosos de factura costumbrista nos remite al realismo mágico de Cortázar o García Márquez.

Quizá estas comparaciones sean demasiado generosas para un film sin grandes ambiciones, desnivelado en alguna de sus tramas o secundarios y surcado por un número desproporcionado de elementos vulgares.  En su conjunto, sin embargo, supone una sorpresa muy agradable, que no se alarga en exceso y permite hacer un entretenido ejercicio mental cuando tratamos de averiguar qué sentido tiene el sinsentido propuesto. Una intención que puede ser un simple divertimento fílmico o una pensada reflexión sobre la necesidad de esforzarse para sacar adelante cualquier relación de amistad a amor.

No quiero terminar sin señalar que sin la interpretación de Daniel Hendler y el sutil dominio de su hierático gesto es el hilo que consigue sujetar y culminar esta descabellada, absurda y surrealista trama.

Firma: Esther Rodríguez