El secreto de Adaline

El romanticismo con toques fantásticos es un caramelo de apariencia fácil pero, realmente, bastante complejo para un guionista que quiera ofrecer algo sólido, atractivo y mínimamente innovador o personal.

De intentos fallidos está llena la cronología de las carteleras, incluso con grandes actores como protagonistas. Destino oculto, con Matt Damon y Emily Blunt es un ejemplo. Y podríamos seguir con otros, menos esperanzadores desde un principio, como la filmografía inspirada en los libros de Nicholas Sparks, a la que el coguionista J. Mills Goodloe ha contribuido recientemente con Lo mejor de mí.

En sEl secreto de Adaline e dan cita todos los peligros que acaban hundiendo este subgénero. Explicaciones apresuradas en los prólogos del film; prólogos que acaban siendo dos tercios de película y conflictos que llegan en el último tercio. Pero también, como consecuencia de todo esto, personajes-careta que pretenden esconder las carencias dramáticas del guión en su físico y vestuario y en una escenografía de revista de interiorismo.

Además, en este caso, Lee Toland Krieger parapeta el film con unos recurrentes planos cenitales que ponen a prueba los vértigos del espectador, mientras resultan caprichosos en el contexto de la dirección y montaje.

Estancada, empalagosa, irritante y por momentos ridícula y bochornosa, El secreto de Adaline nos hace añorar más que nunca la maestría de un pionero: Frank Borzage. Este director clásico demostró que no necesitaba lujos ni sofisticaciones pasajeras para hacer un cine muy romántico, encantadoramente inverosímil pero repleto de belleza y personalidad. Janet Gaynor y Charles Farell, como pareja protagonista de tres de sus grandes películas, hacen alarde de un sencillo carisma que todavía les falta tanto a Blake Lively (todavía atrapada en el físico de Gossip girl) como a Michiel Huisman.

Firma: Lourdes Domingo