El bailarín del desierto

La historia real y reciente de Afshin Ghaffarian cuenta con todos los elementos para hacer un film cargado de intriga, romanticismo y poder artístico. Tensión política, represión violenta contra los jóvenes rebeldes, danza, amor, amistad y el exotismo oriental son, en primera instancia, atractivos y una fuente dramática interesante y con potencia visual.

Sin embargo, la escritura de Jon Croker (co guionista de La mujer de negro: el ángel de la muerte) atropella muchos de esos aspectos con una torpe exposición verbal de los conflictos. De modo análogo, los flashbacks recurrentes de Richard Raymond impiden que la película encuentre su sitio, a pesar de la sutileza que podrían aporta la danza o la poesía autóctona de Rumi, citada en varios momentos.

Aunque no todo es negativo en esta apuesta, esos fallos estratégicos saben peor en un relato que rescata al cine de target juvenil de vampiros remilgados y heroínas de machete y puño activo.

Y es que, en El bailarín del desierto, hay una sana y valiente rebeldía, auténtica amistad y amor de arraigo más profundo. Y lo que brilla con más intensidad y fuerza, incluso narrativa, son las coreografías del británico Akram Khan. A través de ellas, se expresa la asfixiante situación de un país de cultura ancestral, viva y rica, ahora sometido a leyes inhumanas. Pero esos bailes también consiguen impulsar las tramas y encumbrar la sensualidad del arte del cuerpo y el alma al unísono como valedoras de la belleza genuina.

Firma: Lourdes Domingo