La atención del espectador es lo que mejor sabe conservar esta imperecedera obra maestra de Frank Darabont. Ello se debe principalmente a su firme pulso narrativo, que no aminora en toda la película, y sobre todo a la combinación entre su sorprendente director debut y dos estrellas por las que Cadena perpetua ya vale la pena sin pensarlo…
Estamos hablando de actores que se retan en uno de sus mejores trabajos y, gracias a la cual, se sitúan en los anales de la historia del cine. Se trata de Tim Robbins, que borda su complejo y misterioso papel, al lado de Morgan Freeman, ese actorazo tan polivalente que nos cautivará a todos por su también magistral interpretación.
Stephen King, un libro sin terror y con amistad
Ante tan igualado duelo interpretativo, su relación será el tema principal del relato. Lo curioso del caso es que esta se basa en una novela de Stephen King que nada tiene que ver con las terroríficas piezas que catapultaron al éxito al famoso escritor, lo que otorga a Darabont un valor equiparable al diez en gimnasia.
Y aquí viene la especial mención de este director, por ser el principal responsable de dar rienda suelta a los dos pesos pesados de Cadena perpetua, para que nos cuenten una historia de la mejor forma que les permite el séptimo arte y alcancen su techo explicándonos lo que en verdad significa la palabra amistad.
Cabe advertir que su visionado ofrece, sin embargo, lecturas muy dispares, pues cualquiera podría contrastarla fácilmente con otros dramas carcelarios, e incluso criticarla de idealista e inverosímil. Pero esto nos desvía completamente de la verdadera y grandiosa intención que tuvo el director a mitad de los 90.
A diferencia del desenfrenado Expreso de medianoche de Alan Parker y de la última entrega de Jacques Audiard, la rupturista Un profeta, Darabont no pretendió fotografiar al milímetro la desesperación y la violencia a modo de denuncia visual. Por el contrario, Cadena perpetua despunta, de entre las citadas, por rebosar de humanismo y enmarcar los valores humanos; algo que, para ser francos, resultará más agradable y no tan doloroso para el espectador.
Una propuesta muy humana y con guiños al cine
Bien, pues es en esa antropología, precisamente, donde radica la genialidad del film. Por un lado, en el comportamiento del joven Dufresne (Robbins) quien, por medio de una logradísima interpretación de persona intrínseca y misteriosamente astuta, destaca ante todo por su gigantesco altruismo. Y tampoco olvidemos a Freeman, en el papel de un mafioso de sobornos que, en otra producción de corte más realista consideraríamos un enemigo de quien desconfiar y, no obstante, resulta ser todo lo contrario. La humildad es un rasgo cada vez más evidente en él y, paradójicamente, se distancia de los dramas carceleros más crudos desde el momento en que entabla amistad con Dufresne, integrando así la parte más pura y perfecta de la que goza el argumento: esta preciosa y eterna relación.
Ambos forjarán una amistad inquebrantable ante las circunstancias más adversas que plantea la vida en prisión, e incluso nos remontarán a la antológica relación entre el ermitaño Dersu Uzala y el capitán Vladimir Arseniev, extraviados en medio del gélido glaciar de la tundra siberiana, inmortalizada por Kurosawa en el 75.
La referencia a esta obra maestra del cine nipón nos lleva a otros títulos con los que se también se identifica Cadena perpetua; no por la analogía que puede observarse entre la temática que tocan Darabont y Kurosawa, sino por escenas concretas que probablemente nos recordarán a glorias pasadas del cine. Se trata de películas que no requieren carta de presentación, como La gran evasión de Sturges y la Fuga de Alcatraz de Siegel, devienen un motivo de homenaje. En primer lugar, cuando, todavía atónitos por la fuga de Dufresne, descubrimos cómo consiguió escapar: ni más ni menos que rascando el estucado de su habitación, cual Eastwood encerrado en aquel islote carcelario de San Francisco. Y en segundo, cuando el protagonista suelta, discretamente, por debajo de sus pantalones la tierra extraída del túnel que está cavando en su habitación, lo que se traduce como otro bonito guiño a Steve McQueen y compañía tratando de escapar de aquél campo de concentración alemán.
Pero los guiños cinéfilos no acaban aquí… dado que esta dichosa Cadena perpetua nos deleita, además, con la aparición de grandes musas del cine clásico, como la antológica Rita Hayworth, que el dúo protagonista va nombrando a lo largo del film y cuyo nombre figura en el título del relato original (Rita Hayworth y la redención de Shawshank), así como a las archiconocidas Marilyn Monroe y Raquel Welch.
Este es, por tanto, otro elemento muy bien seleccionado para la película que, partiendo de tres pósters de famosas que se suceden en la pared de la celda de Dufresne, nos muestra indirectamente cuán largo es el tiempo transcurrido en prisión.
Llena de rasgos que la hacen única
Por encima de todo, sin embargo, este largometraje destaca por su honda manifestación de valores humanos, que tan gratamente conmoverán al espectador: personificando los buenos, por medio de Robbins y Freeman, mientras se condena la maldad mediante el papel del Alcaide y los carceleros, que fríamente encarnan la crueldad y el materialismo más despiadado.
Qué decir, pues, de tan brillante film que –sin excederme en absoluto– puedo definir como “puro”, más que excelente, por los blancos valores que abandera. Sin duda alguna, Cadena perpetua es todo un lujo, no sólo para el público, también para el ojo crítico que, aún esforzándose por encontrar polvo en su aspecto más técnico, no va a hallar más que la culminación de las relaciones humanas hecha celuloide, en esta satisfactoria propuesta para jóvenes y adultos.
Resumiendo, es por esta perfecta combinación de elementos: por su magnífico reparto principal, que además está secundado por un gran elenco actores, de los cuales despunta un anciano James Whitmore; por su ramificada trama, con toques de intriga y tensión, que se va focalizando en distintos personajes a lo largo de ella y mantiene intacto el interés del espectador; por su clímax final, que no deja ningún cabo por atar; e incluso por la no menos afinada fotografía, que sabe despertar las sensaciones idóneas en cada momento, desde los planos cercanos del principio –tan claustrofóbicamente lúgubres en ciertos momentos– hasta el gran angular de la escena final, que nos llena de alegría y tan simbólicamente expresa la libertad de los dos protagonistas… Por todo esto, puedo afirmar con total seguridad, que no hay nada más perpetuo en esta cinta que el desbordante estado de felicidad que rebosa en el espectador, una vez ha terminado.
Por este estado es por el que merece la pena sentarse en una sala oscura durante poco menos de tres horas para presenciar la más magistral lección de valores, contada desde una atmósfera lírica y felizmente emotiva, que curiosamente no bastó al jurado de los Óscar en 1994 para llevarse siquiera una estatuilla. Probablemente, Forrest Gump –la más galardonada de aquella noche– se lo había ganado a pulso conmoviendo a una nación entera, pero es indiscutible que la Cadena perpetua de Frank Darabont emana una sensación mucho más sabrosa y conmovedora. Una sensación que, exceptuando el optimismo que expresa posteriormente Invictus, rara vez tenemos hoy la oportunidad de disfrutar en cartelera.
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Firma: Carles Martinez