La embajada

Empezar un relato por el final es un recurso eficaz y sugerente y, así es como se descorcha la primera entrega de La embajada. Bambú Producciones ya utilizó esta táctica en una de sus primeras series, Guante blanco, y vuelve a ella para narrar una historia de ambiciones, poder, corrupción y pasiones descontroladas. Pero el peligro de un buen inicio es, siempre, su continuación. Y, ahí, es donde se desinfla la burbuja de esta propuesta.

El guión arranca –después del prometedor inicio– tan pretencioso que se olvida de guardar nada para las siguientes entregas. Ya en el primer capítulo nos hemos enterado de quiénes son los malos, quiénes los infieles y de quién conspira contra quién y por qué. Los diez capítulos restantes sólo vendrán a corroborar lo que ya sabemos. Quizá se nos reserve alguna sorpresa final, pero es difícil confiar en unos guionistas que, por miedo a que nos aburramos, nos narran con prisas una historia que insinuada sería mucho más estimulante. En La embajada es todo tan evidente, que nada sorprende.

En su aglomeración inicial de historias y conflictos, resultan poco verosímiles los encuentros y desencuentros entre los personajes. Por ejemplo, es más cómica que dramática la escena en el barrio rojo o la forma en la que Carlos acaba siendo la mano derecha de Luis. También resulta un tanto inquietante el absolutismo con el que se trata el tema de la corrupción en las embajadas y entre los empresarios. Todo ello es el resultado de no dejar que las cosas fluyan con un ritmo más natural y menos impuesto.

Con el reparto y la interpretación, más de lo mismo; no se sabe si es por falta de profundidad del personaje o porque el actor no da más de sí, la conclusión es que son pocos los que convencen (como siempre, el gran Tristán Ulloa), y muchos los que reciclan su actuación de siempre (Rueda, Corberó e Iglesias siguen en B&B, Física o química y Velvet, respectivamente). Pero habrá que esperar para ver si el guión es capaz de ponerles a prueba, o viceversa.

La embajada cuenta con la factura visual propia de su productora –buena y trabajada–, pero desaprovecha el potencial de un argumento con posibilidades y se rellena de rostros conocidos para «aparentar» la calidad que se esfuma en cuanto llegan los diálogos y la trama se complica. La serie es, en definitiva, como uno de esos best sellers mediocres: fáciles de digerir, pero insulsos (en el mejor de los casos) para el intelecto.

Firma: Mar Pons