Los favoritos de Midas

Inspirada en un relato de Jack London, la creación de Mateo Gil es curiosamente cautivadora y decepcionante a la vez. Su premisa es muy atractiva y la cantidad de recursos invertidos en desarrollarla adecuadamente prometen una experiencia satisfactoria. Por eso defrauda aún más que, al final, el producto se quede en un thriller simplemente correcto.

El punto de partida es sugerente: tanto la historia como el personaje principal se presentan interesantes y a nivel técnico no se le puede reprochar mucho. Los episodios van combinando la tensión con el drama que rodea al protagonista pero, poco a poco, se empieza a abandonar en numerosos clichés y desaprovecha la originalidad con la que “los favoritos” habían irrumpido mediante cartas selladas.

La acción se sitúa en la ciudad de Madrid sumida en el caos. La sociedad se subleva y la cámara sigue varias protestas, peligrosamente similares a las que están ocurriendo en la actualidad, fuera de las pantallas. En esa atmósfera de confusión, un grupo anónimo intenta extorsionar a Víctor (Luis Tósar) y, por ello, se plantean a la audiencia algunos dilemas morales sobre los que vale la pena reflexionar.

Sin duda, el actor tiene gran parte del mérito de que la temporada funcione a ratos, pues su interpretación, además de fantástica, resulta creíble al margen de las incoherencias que tiene que sortear. En cambio el guion sí deja mucho que desear y la transformación que propone para el rol de Tósar, merma significativamente su encanto inicial. Además, la precipitación para llegar con rapidez a una conclusión abrupta echa a perder todo el esfuerzo con el que se había ido cimentando una serie que merecía un final a la altura de su piloto.

Es una pena que las incongruencias del desenlace sean suficiente para desacreditar una producción que contaba con un buen reparto, una narración original y una fotografía excelente –el diseño de interiores es una maravilla–. No obstante, algo tienen Los favoritos de Midas que provocan una ligera adicción: la intriga de la crónica engancha sin remedio al espectador y hace que quiera compartir con sus allegados los capítulos –por lo menos los primeros–.

Firma: Patricia Amat