Clint Bentley escribe y dirige un western diferente que dejará una honda huella en la audiencia. Con una estética deslumbrante, Sueños de trenes no es solo la historia de un hombre y un ferrocarril, sino un retrato íntimo del pulso frágil de la vida.
Sueños de trenes, adaptación de la novela homónima del escritor Denis Johnson, desembarca en Netflix con una fuerza serena pero arrolladora. Desde sus primeros compases, la película nos envuelve en un misterio que no necesita grandes explicaciones: el misterio de lo humano. La fragilidad y la fugacidad de la vida, el amor y la pérdida, el gozo y el dolor, el sentido y el vacío, la unión y la soledad, el peso del trabajo y el refugio del hogar, el origen y el final de la existencia. Y la esperanza cuando ya no quedan certezas. Todo eso late, de manera bellísima e imponente, en cada plano de este filme que se perfila como un firme candidato a los grandes premios internacionales de cine.
Dirigida por Clint Bentley y coescrita junto a Greg Kwedar, la cinta se aproxima al territorio de lo sublime, de lo inefable, al narrar la vida de Robert Grainier, un empleado inmerso en la construcción de vías ferroviarias en la América profunda, que al mismo tiempo intenta sostener una vida familiar tan íntima como fugaz. Huérfano desde niño, Grainier busca un sentido al que aferrarse hasta encontrar el amor en Gladys, una mujer luminosa y delicada, interpretada con extraordinaria sensibilidad por Felicity Jones. A su alrededor, el reparto se completa con rostros tan sólidos como Kerry Condon, William H. Macy y Nathaniel Arcand, que aportan contención, humanidad y hondura al relato.
Pero si hay un trabajo que sobrecoge especialmente es el de Joel Edgerton, posiblemente el más poderoso de toda su carrera. Su actuación escasea en diálogos. Con una interpretación minimalista y llena de matices, cala hasta los huesos a través de miradas, gestos y silencios elocuentes, dotando de calidez cada escena. Con esas mismas manos con las que tala árboles para ganarse el sustento, juega con su hija y abraza a su esposa. Con su cuerpo, invita al espectador a asomarse a un alma paternal, vulnerable y profundamente protectora.
Lejos del western clásico de pistoleros y duelos, el largometraje se instala en el territorio del drama rural contemplativo. Ambientada a comienzos del siglo XX, en pleno avance del ferrocarril y de la modernidad, la propuesta visual es de una belleza conmovedora. Bentley filma troncos cayendo, sierras, hachas, árboles descomunales y madera en bruto; pero también el trinar de los pájaros, el fluir de los ríos, la delicadeza de las flores, las hogueras nocturnas y los atardeceres rosados en hermosos y vastos paisajes montañosos. Los colores, los sonidos y la banda sonora de Bryce Dessner, junto a una fotografía impecable, elevan la experiencia a un estado de pura contemplación. De ahí que sea imposible no pensar en Vida oculta (Terrence Malick) ante una obra que apela a todos los sentidos y convierte la naturaleza en un espejo del alma humana.
Al final, –y en esta línea–, la metáfora de la madera se alza como un símbolo devastador: todo lo que parece robusto, estable y duradero, como la construcción de una vida, puede venirse abajo en un instante. Pero al mismo tiempo, la película insiste en una idea esencial: todo –lo vivo, lo muerto, lo perdido y lo que permanece– está entrelazado, igual que los árboles en un bosque. Así es también la vida de un hombre. Y ahí reside su sentido.
Firma: Rocío Montuenga
Robert Grainier trabaja en la construcción del ferrocarril en el Oeste norteamericano a comienzos del siglo XX. En ese contexto, se dedicará con dureza a la edificación de las vías y vivirá sus años más felices, pero también una tragedia inesperada que marcará el resto de sus días.