La veterana Icíar Bollaín logra una comedia dramática, de tintes costumbristas, que mete de lleno al espectador en la problemática de la conciliación entre lo personal y lo vinculante hoy en día. Impecable el elenco.
Podemos acercarnos a La boda de Rosa desde diferentes ángulos: disfrutar sin complicaciones de una comedia costumbrista o ponernos a reflexionar concienzudamente sobre el rol de la mujer en la sociedad actual y los diferentes retos profesionales, emocionales o sociales a los que se enfrenta. Sin embargo, independientemente de la actitud con la que acometamos su visionado, este largometraje es un espectacular trabajo cinematográfico de la ya veterana directora Icíar Bollaín.
La realizadora madrileña ha sido capaz de encapsular en una hora y media un trozo de auténtica realidad, con una naturalidad y una verosimilitud que pocas veces se consiguen en el cine. Desde los primeros segundos, Bollaín sumerge al espectador en la vida de Rosa. El público se ve rodeado de sus compañeros de trabajo, visita la casa de su padre, le acompaña en el coche y participa en las discusiones con sus hermanos con tal intensidad que cuesta no intervenir en ellas dando una opinión.
Es indudable que esta normalidad sería imposible sin la altísima calidad interpretativa de los actores. Candela Peña, Sergi López o Nathalie Poza despliegan sus papeles con la profesionalidad y contundencia que ya conocemos, apuntalados por el eficaz Ramón Barea y, sobre todo, por una Paula Usero que carga con la parte más dramática del film y la supera con creces gracias a una dicción y a una gestualidad impecables.
El guion de Icíar Bollaín y Alicia Luna no da tregua. Como decía, mete al espectador directamente en el caos de la vida de Rosa y, a partir de ahí, discurre con la celeridad con que lo hace la existencia de cualquiera en este siglo XXI. Entre llamadas telefónicas, encargos para ayer, atascos, demandas, burocracia, comidas y bebidas y las siempre apasionantes conversaciones familiares que, debido a la confianza, a veces nos arrollan como una auténtica apisonadora. Todo ello se muestra en La boda de Rosa con una plasticidad contundente, firme y, a la vez, rítmica y ágil.
El pulso de las guionistas consigue que el drama de Rosa se vaya haciendo palpable y comprensible mientras le acompañamos en sus andanzas. Siguiendo sus pasos, lo surrealista de lo que se propone en Benicasim se comprende y se acepta como verosímil. Nos permite reflexionar acerca de la necesidad de sentirse querido, de encontrar nuestro lugar en el mundo y nuestra posición en un núcleo familiar o social donde relacionarnos con los demás sin perder nuestra autonomía ni dejar de crecer como personas. No es fácil compaginar la preocupación por los demás con el desarrollo individual, y somos conscientes de que hacerse a un lado para dedicarse a uno mismo deja un vacío que alguien deberá llenar. Esta aventura que todos emprendemos Rosa la resuelve de un modo concreto, arriesgado y disparatado, pero que sirve como toque de atención para los que le rodean.
Por todo lo ya comentado, sorprende la escena final. Icíar Bollaín se propone sellar un mensaje que, con su dominio cinematográfico ya estaba suficientemente claro, y somete a Candela Peña a un discurso demasiado programático, con frases que rozan el vacío y reducen la naturalidad que se había logrado.
Sin embargo, para entonces, ya es tarde para echar a perder la película: Rosa nos ha metido en su bolsillo y ninguna torpeza del guion conseguirá que minimizar el disfrute de una buena historia estupendamente contada.
Firma: Esther Rodríguez
Rosa ya no puede más. Entre su trabajo, su padre viudo, sus amigos y hasta sus vecinos, siente que debe escapar e intentar cumplir el sueño de tener un negocio propio. A pesar de atreverse a huir de la ciudad y dejar el trabajo, su deseo de independencia va a ser más difícil de lo que pensaba.
