La propuesta de Vigalondo promete más de lo que acaba siendo. A pesar de ideas geniales y bien proyectadas, el flojo desarrollo narrativo y el desequilibrio entre el ensueño y lo real, hacen que la trama central se pierda.
El punto de partida de Daniela forever resulta sumamente sugerente tanto por su premisa como por su diseño formal. Nacho Vigalondo nos acerca a Nicolas, un joven afligido por la muerte de su pareja, y al impacto que esta tragedia ha tenido en su mundo, desde lo visual. Así, alterna entre el uso de cámaras betacam, con un aspecto ratio cuadrado, para ese presente en el que el protagonista parece encontrarse encerrado y la imagen digital para esos sueños lúcidos en los que se puede reencontrar con su amor: Daniela.
A pesar de la seriedad del trasfondo, el tono consigue transitar momentos de humor ridículo que resultan efectivos en sus ocurrencias sin llegar a frivolizar. Paralelamente a esa exposición del duelo y la depresión, la película descubre otros asuntos interesantes en torno a los que reflexionar, como la forma en la que moldeamos nuestros recuerdos, los peligros de la idealización o los límites de una relación sana y honesta –en pareja y con uno mismo–.
Con parecidos razonables a Desconocidos de Andrew Haigh en algunos puntos y en la profundidad de su protagonista, Daniela forever cojea igualmente por otros lados. Tras su interesante arranque, lentamente se fuerza a ser sensiblera mientras va tropezando con un ritmo irregular que se empantana en ciertas secuencias. Y, al final, en ese cierre desconcertante –que hace preguntarse si era necesario tanto metraje para llegar a ese puerto– el espectador se encuentra con que el desarrollo narrativo ha quedado en poco para lo complejo del mundo y la situación planteadas. La dimensión de ensueño gana interés frente a la resolución de la trama central y en esa estimulante liberación en lo surrealista de la historia, esta se pierde cuando regresa al melodrama de la realidad. En ese entretenimiento intermitente, queda una sensación agridulce.
Firma: Yoel González
Nicolas está sumido en una profunda depresión después de perder a su novia Daniela en un accidente. Al verlo incapaz de salir adelante, su amiga Victoria lo anima a presentarse a un ensayo clínico de un medicamento que permite a sus usuarios tener sueños lúcidos con el fin de superar su dependencia emocional respecto de algo o alguien. Sin embargo, cuando Nicolas toma el control de sus sueños, en lugar de seguir el procedimiento exigido, comienza a saltarse las pautas para poder reencontrarse con Daniela y proseguir con su idílica relación. Pronto, la separación entre sueño y realidad comienza a diluirse.