La tercera temporada de este triángulo amoroso ha logrado aumentar sus datos de audiencia a través de una puesta en escena impostada hasta el último milímetro y una nefasta consideración sobre las relaciones de pareja.
Jenny Han se ha consolidado como creadora de contenido audiovisual para el consumo masivo adolescente. Tras la trilogía de A todos los chicos de los que me enamoré, el inicio de El verano en que me enamoré y Besos, Kitty, la autora ha logrado durante el verano de 2025 generar un fenómeno mundial. No solo los quinceañeros alrededor del globo han estado enganchados cada miércoles al estreno de los episodios, sino que muchos adultos funcionales los han acompañado en esta especie de adicción donde parte del planeta ha contenido la respiración ansiosamente a la espera de saber quién sería el triunfador: el team Conrad o el team Jeremiah.
Su impacto ha provocado un aumento de ventas de los libros, ha inspirado estrategias de marketing en algunas empresas, ha generado intensos debates en internet y ha llenado las redes de vídeos virales e influencers comentando la jugada. Y la explosión de esta tercera temporada ha culminado, lamentablemente, en el anuncio de la película de la saga: un largometraje donde Han continuará intoxicando al consumidor con conductas penosas. Pero está claro que si hay algo que tenemos que reconocerle es su habilidad para convertir un producto ligero y repetitivo en uno de los temas más manoseados de los últimos meses.
En estos capítulos, se supone que la trama alcanza mayor grado de madurez: los protagonistas ya no tienen dieciséis años, sino que superan los veinte (edad más cercana a la real de los actores), se introduce más alcohol, más sexo y más secundarios veteranos en la vida. Y, sin embargo, esta “madurez” de la que hace gala –y que, efectivamente, ha atrapado a un público mayor– no se traduce en una historia más juiciosa, al contrario: por momentos parece más sensato un chaval recién salido de la universidad que las figuras paternales que lo rodean.
En resumen, El verano en que me enamoré (T3) es una checklist casi perfecta de la agenda woke: el colectivo LGTBI+, un reparto racializado, el falso empoderamiento de la mujer, al servicio de sus pasiones… Todo ello aderezado con hijos más responsables que sus padres, amigas más importantes que el cónyuge, canciones de Taylor Swift que bombardean el oído, escenas de vergüenza ajena y un guion que no hace más que girar en bucle en torno a un agotador triángulo (en el mejor de los casos) amoroso.
Es una propuesta que no deja más que un cuadro frívolo sobre el amor, en el que las infidelidades son algo común, el enamoramiento es más poderoso que el compromiso y el timón lo llevan unos sentimientos más efímeros que el verano que, afortunadamente, ha concluido y ha dejado atrás el calor y este bochornoso drama romántico. Es una pena que una serie para este tipo de audiencia deje una idea tan confusa sobre las relaciones y prometa una falsa felicidad o un amor fariseo en el dejarse llevar por lo que uno siente.
Firma: Patricia Amat
Tras cuatro años de relación, Belly y Jeremiah deciden comprometerse y organizar una boda a finales de verano. La noticia provoca distintas reacciones en familiares y amigos, que al principio no saben si se trata de una broma. Con el paso de los días, la ceremonia parece inminente, pero el universo que los rodea no se muestra tan sólido como ellos creían.