Todos sabemos, para bien o para mal, de lo que es capaz la ficción española. En ocasiones, las menos, sorprende; en otras, las más abundantes, decepciona. Esto último ocurre con Bienvenidos al Lolita. Con esta última afirmación no se pretende dar a entender que se hayan puesto demasiadas esperanzas en una serie ambientada en un cabaret (local pasado de moda), en el que se reúnen personajes de toda índole y que, además, se vende como un producto familiar. Bienvenidos al Lolita decepciona porque, a pesar de todo el absurdo de su planteamiento, a veces, las cosas funcionan, pero en este caso, no.
En primer lugar, resalta la paradoja de pretender que sea para toda la familia una serie que se desarrolla en salas de fiestas nocturnas con bailes de cabaret. Los dos niños protagonistas (y con ellos la audiencia infantil que les acompañó), en el primer episodio, ya se enfrentan a dos intentos de suicidio, a un padre que le ha robado la novia a su hijo, a un desahucio, a una chica de servicio que les explica cómo su progenitor se ha gastado la fortuna con su amante, a una adolescente con una obsesión amorosa preocupante y a un travesti ensalzado como último garante de los sentimientos sinceros, el conocimiento personal y la verdadera felicidad, entre otras peculiares circunstancias.
Por lo que respecta a los adolescentes, público al que habría que estimular en vez de adocenar, se les cautiva con más de lo mismo: amores imposibles (por no llamarlos absurdos) –encarnados en el guapo de telenovela (motorista y descamisado, por supuesto) y la adolescente ingenua y algo justa de inteligencia que demostrará, cómo no, su aptitud para cantar–; el baile y la música; el carácter rebelde de los personajes y el humor recurrente y falto de ingenio.
Los adultos, por su parte, pueden disfrutar de una clase maestra sobre lo que hay que hacer para lograr un producto que ni siquiera es mediocre. Es malo. Un guión enlazado a trompicones, unos personajes reciclados de otras tantas series vulgares, una puesta en escena pobre y descarada en sus carencias y un intento de parecer moderno y liberal mientras se utiliza un lenguaje y una estética anticuada.
A todo hay que sumar la falta de nobleza en su contenido, el ruin esfuerzo por empatizar con el espectador a través de las forzadas alusiones a la crisis económica, los valores más íntimos transferidos a personajes de compleja psique y la tramposa apología de la felicidad y la familia.
Nadie vería en esta ficción un simple pasatiempo televisivo y, mucho menos, familiar. A Antena 3 se le ha ido la mano con este producto que, con permiso de la audiencia, esperemos que desaparezca pronto de la parrilla y sin dilaciones ni reprogramaciones innecesarias.
Firma: Mar Pons
El Lolita es un cabaret que vivió su tiempo de gloria en la Gran Vía madrileña. La narración se inicia siete meses después de que el local cerrara sus puertas al público por falta de clientes. Ahora, la dueña debe decidir entre vender el 51% de la propiedad o el embargo. Sin duda, la primera opción es a la que necesariamente se acoge Dolores (Beatriz Carvajal) para que la serie continúe.
Al rescate del mítico lugar de fiestas llega Don José Luis (Luis Varela), un empresario de Zaragoza que quiere convertir el cabaret en un hotel. Si esto llegara a pasar, los antiguos empleados del Lolita Cabaret, que ahora viven todos juntos en el edificio, deberían abandonar aquello que se ha convertido en su hogar y en su familia.
Tras la negociación, Dolores tiene un mes para convencer a su nuevo socio de que el cabaret puede ser un negocio rentable y muy propicio para esta época de crisis. Así las cosas, bailarines, camareros, coreógrafos y todo el personal reunido en el Lolita volverá a su antigua profesión para desempolvar el local y convertirlo en el nuevo centro de ocio nocturno de moda.
