Que el cine cumple una función social está fuera de toda duda y que su carácter didáctico ha servido y sirve para la educación de los más jóvenes y la sensibilización de la sociedad, tampoco es negado por nadie. Y si seguimos con esta sucesión de obviedades incluimos también la de que el género documental es el que más se ajusta a este fin de divulgación científica, política, religiosa o cultural.
La aspiración de los realizadores de dicho género ha sido siempre la objetividad y el realismo, apostando por la sinceridad y despojando sus obras de comentarios sesgados u opiniones personales. Pero la historia ha demostrado que la objetividad es una utopía, ya que toda obra de arte, por muy realista que pretenda ser, ofrece una visión del mundo fragmentada y transformada por el propio artista, aunque sólo sea por el lugar que elige para colocar la cámara, necesariamente parcial y nunca abarca todos los aspectos de la realidad por lo que, necesariamente también, la reduce y empobrece.
Por otro lado, en este género es importante ser consciente del tema que se trata, puesto que no es lo mismo describir el modo de vida de los pingüinos en la Patagonia, que profundizar en la vida de un personaje mediana o sumamente interesante o, como en este caso, reflejar el horror de un genocidio cruento e impune.
¿Y a qué viene este larguísimo prólogo en vez de entrar directamente en la crítica habitual de una película? Pues aclararé, después de pedir disculpas por el rollo al lector que haya llegado hasta aquí, que The act of killing no es una película habitual y todavía no sé si eso es bueno o malo.
Técnicamente este documental es solo correcto. Está rodado con claridad y eficacia, pero la línea temporal da constantes saltos lo que provoca desconcierto en ocasiones y sensación constante de repetir las mismas escenas, por lo que resulta reiterativo y finalmente aburrido. Quizá simplemente le sobre metraje y le falte algo de orden en el guión porque el resto de aspectos formales están bastante cuidados.
Pero aburrido o no, el espectador se queda pegado al asiento al estar contemplando durante casi dos horas cómo asesinos reales cuentan sus crímenes, alardean de ellos y los recrean como si fuesen gangsters, cowboys o bailarines de un musical.
Lo primero que nos preguntamos es cómo esas personas no están en una cárcel cumpliendo condena de por vida. Y Joshua Oppenheimer, codirector y coguionista del film nos contesta que sobre eso va la película, sobre la impunidad con la que algunos estados protegen a asesinos genocidas.
Nos preguntamos también por qué se les da un micrófono y una pantalla para que alardeen de sus crímenes. Y Oppenheimer nos contesta que así profundizamos en el porqué de sus actos e incluso, enfrentados con ellos, algunos (uno, en realidad y sólo un poco) tomen conciencia de la barbaridad de su pasado y se arrepientan.
Y seguimos interrogándonos sobre la necesidad de ver esos crímenes descritos con todo lujo de detalles o chapuceramente trasladados a un escenario de película de cine negro, de western o de musical hippy (bochornoso y humillante número el del Born free). Y Joshua O. nos contesta que les dejó libertad para que se explayaran diciéndoles que, en realidad, quería hacerles un homenaje, y de esa manera la sinceridad (de nuevo esa virtud del género documental) sería el gran acierto de su obra.
Pero el problema es que, mientras estamos en la sala, no está el director para comentarnos la jugada. Y el espectador se enfrenta solo al desfile de patéticos alardes de esos asesinos aprendices de cineastas y no sabe muy bien qué lección debe aprender.
Es cierto que a lo largo del film, las conversaciones de los principales protagonistas planean de vez en cuando sobre temas interesantes como la justificación de la violencia, la corrupción del poder, la integridad del país o las pesadillas y quebraderos de cabeza que a veces les provoca la conciencia. Y Oppenheimer nos dirá cuando le preguntemos que ése era el objetivo de la película, la reflexión. Pero nosotros podríamos contestarle que no hay tal reflexión, hay un farfullar de comentarios en alto que no profundizan en ningún caso y solo pedalean sobre los actos violentos de los que, desgraciadamente, ya sabemos demasiado tanto por la vida real y la historia como por las películas.
En definitiva, demasiada asepsia para tema tan sangriento. Demasiada frialdad que solo consigue congelar la sangre del espectador y que pase la proyección sumido más en el desconcierto que en el horror. Y al final, como el cine siempre transmite, sólo lo patético cala en el público, que apenas reacciona para reírse, intentando no hacerlo, de lo hortera de los gustos de nuevo rico de estos asesinos o de lo patanes y ridículos que resultan cuando intentan emular a los grandes del cine. Pobre castigo para tan grandes crímenes.
Firma: Esther Rodríguez
Director: Christine Cynn, Joshua Oppenheimer
Guionistas: Christine Cynn, Joshua Oppenheimer
Intérpretes: Haji Anif, Herman Koto, Ibrahim Sinik, nwar Congo
Género: Documental
País: Reino Unido
Fecha estreno: 30/08/2013
Lenguaje: Vulgar
Tras el golpe de estado de Suharto, en Indonesia en 1965, comenzó la persecución y asesinato de miles de comunistas y de presuntos simpatizantes de los países soviéticos. La ejecución de los mismos se confió a unos escuadrones de la muerte, integrados por maleantes de poca monta pero muy sanguinarios además de grandes aficionados al cine de Hollywood.
El documental recoge los testimonios de estos asesinos que deciden contar sus crímenes representándolos como si fuese alguna de las películas con las que disfrutaban en aquellos años.
Título original: The act of killing
País: Reino Unido
Duración: 115'
Fecha producción: 2012
Distribuidora: Avalon
Color: Color