Israel Horovitz es un veterano y afamado autor y director teatral cuyas incursiones en el mundo del cine se han limitado a unas escasas adaptaciones de guión y a la dirección de una obra cercana al documental. Podemos decir, por tanto, que este film es su primer largometraje y, consecuentemente, se nota.
Para esta relativa opera prima, adapta él mismo una obra suya, My old lady, trasladando a la gran pantalla el intenso drama que ya había contado sobre los escenarios. Sin embargo, a pesar de su innegable oficio de dramaturgo, el salto al celuloide se le atraganta y le delata como neófito entre los cineastas.
La historia es interesante. Las posibilidades humorísticas y dramáticas del asunto del “viager”, fórmula contractual desconocida en España (aunque existe algo similar) pero muy común en Francia, son aprovechadas como plataforma desde la que sumergirse en las tortuosas profundidades del alma de aquellos que ven cómo no solo ha pasado su juventud sino que también la madurez les va acercando a la vejez sin haber superado sus traumas ni conseguido sus sueños.
Con realismo y sin una excesiva crudeza, emergen el dolor y el resentimiento hacia los padres ausentes o entregados a pasiones que conllevan la destrucción de la familia o la orfandad del menor, siempre debatiéndose entre la comprensión, el perdón, el resentimiento o la venganza.
Nada que objetar al planteamiento, diálogos, ritmo (algo cansino y forzado al final) ni, por supuesto, a las interpretaciones del trío principal, con mención especial a Kevin Kline sobre el que recae todo el peso de la historia.
No obstante, como decíamos al principio, Horovitz es director de teatro y la inclusión de bellas y evocadoras escenas exteriores de calles y cafés de París o de barcos y cantantes en el Sena, no convierten esta historia en una película. Las actuaciones, los diálogos y la propia escenografía no fluyen como suele pasar en el cine y tiene el, respetable, encorsetamiento de lo que está pensado para un escenario teatral. Y el resultado, lamentablemente, es cierta impostura, un tono artificial y sobreactuado que le resta cercanía y frescura y distancia a los personajes de un público al que se le pone difícil empatizar con ellos y meterse en la historia.
Firma: Esther Rodríguez
El neoyorkino Mathias Gold hereda de su padre una casa en París. Gasta todo el dinero que le queda en viajar allí para tomar posesión de su propiedad. Pero al llegar, se llevará una desagradable sorpresa: el contrato de venta por el que su padre adquirió la vivienda responde al tipo “viager”. De esta manera, hasta que su antigua propietaria no fallezca no solo no puede echarla de su casa sino que debe pagarle una renta mensual.
A pesar de todo, las conversaciones con la inquilina le resultarán aún más sorprendentes y reveladoras que su propia y extraña situación.