Esta película rescata un drama reciente que ya habíamos olvidado. En los años 80, cuando los medios de comunicación comienzan a hablar del SIDA, de sus terribles consecuencias y de sus misteriosos orígenes y modos de contagio, la ignorancia y el pánico llevó a estos enfermos a verse en muchos casos marginados y despreciados por una sociedad que les culpaba de unos vicios que hasta entonces compartían. El prestigio de algunos de los enfermos más famosos (no es casualidad que uno de los primeros planos del film sea la noticia de la enfermedad de Rock Hudson) no ayudó a asimilar una enfermedad tan terrible como desconocida.
Resulta interesante, por tanto, la figura de Ron Woodroof, que experimentó el rechazo de sus propios amigos, camaradas de la burla constante a los homosexuales, y aprendió a vivir, a ayudar y a dejarse ayudar por muchos de ellos, compañeros de fatigas en la enfermedad.
Pero un tema tan potente, de tanto calado social, con semejante carga dramática y con una tendencia tan clara de denuncia ante las injusticias que se cometieron, se ha dejado a un grupo de realizadores inexpertos, tanto el director como los guionistas, que desperdician una buena historia redactando un guión paupérrimo y superficial.
Quizá pensaron dar mayor realismo, si se dejaban pasar las secuencias sin una estructura clara, ni puntos de inflexión, pero lo único que se ha logrado es un deambular de escenas bastante lento y aburrido. Apenas encontramos momentos dramáticos que levanten el ritmo (la desesperación de Ron en el coche o el abrazo con Rayon sería lo único relevante en ese aspecto) y, por supuesto, no hay nada parecido a una profundización en lo más humano de los protagonistas. Se focaliza la acción en los errores de médicos y burócratas, pero no aparece ninguna reflexión sobre los modos de vida o el sentido de la amistad o la familia previo al diagnóstico y causa inequívoca del abandono y la soledad posterior. El film tan solo vuelve recurrentemente a la plasmación explícita de los diversos vicios de Ron, no sabemos muy bien con qué fin, ya que no parece que quieran proponerlos como causantes de la enfermedad pero tampoco casan con el intento de mejora de Woodroof, ni funcionan en el contexto como desahogo desesperado ante el miedo a un desenlace doloroso.
Lo que es indudable, y seguramente, junto con el tema, lo que ha llevado a Dallas Buyers Club a ser nominada al Oscar a mejor película, es la impresionante, soberbia e indescriptible interpretación de Mathew McConaughey. Lo de haber adelgazado tanto es lo de menos; lo de más, son sus posturas, la modulación de su voz, y la mirada que oscila entre desafiante y desolada según se requiera. Él sólo sostiene la película y desdibuja (eso ya no es tan positivo) al resto de personas que se cuelan en la pantalla, sobre todo a la anodina Jennifer Garner. Jared Leto es el único capaz de estar a la altura de Ron Woodroof, tanto de su personaje como del actor que lo interpreta.
Firma: Esther Rodríguez
Ron Woodroof es un personaje real, ya fallecido. Vivía en Texas dedicado a su trabajo de electricista y sobre todo al consumo de alcohol y drogas y a sus dos grandes obsesiones: el sexo y los rodeos. Tras informarle de que padece SIDA y que apenas le queda un mes de vida, viaja a México donde es tratado por un médico con una serie de medicamentos y vitaminas no permitidos en Estados Unidos, pero que consiguen mejorar y prolongar su vida.
A partir de ese momento, se dedicará a organizar una red de distribución de dichos fármacos, por conductos no siempre legales, pero procurando un poco de respiro en la vida de cientos de afectados por la enfermedad.