Un asunto de familia

Kore-eda no solo es un director prolífico, con casi a película por año, sino también un cineasta bastante coherente en su estilo y en los asuntos que aborda. Precisamente, con Un asunto de familia recibió el premio Donostia en la última edición del Festival de San Sebastián y ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes.

Esta vez, la historia tantea con más anhelo que nunca la nostalgia de los lazos de sangre incondicionales. Esta característica permite abundar sobre cuestiones humanas y urbanas, como la soledad y al arraigo; también habituales en la carrera de Hirokazu; y no tanto la idea con la que se vende o se habla (superficialmente) del film como un relato sobre modelos de familia escogidos.

De hecho, la melancolía, bañada con sentido del humor (pero melancolía sin duda alguna), con la que se dibujan las relaciones personales y las profesiones (incluidos el hurto y el sex-shop) no hace más que subrayar el asomo del cinismo resignado que ya vimos en Después de la tormenta.

La sonrisa frente al que se conforma con la mediocridad existencial, aunque sea medio atrapado por circunstancias sociales y económicas, y la vuelta de tuerca que da a la fragilidad humana de los pícaros dejan una película con la que pensar, justamente, sobre lo natural y entrañable que es ese deseo de que nos quieran sin requisitos.

Para contar todo esto, Hirokazu Kore-eda se mueve en sus coordenadas habituales de ritmo y composición del plano, pero con un par de variaciones estructurales que provocan, de nuevo, un efecto llamada a moverte en la silla.

De este modo, Un asunto de familia te obliga a probar –como si fueran diferentes salsas orientales, no siempre cómodas para el paladar ni complacientes para el corazón– cómo sabe la añoranza del bien moral, en un entorno quebradizo (ese hogar remendado por dentro y por fuera); cargado de buenas intenciones (como ese siseo, aparentemente involuntario, de la contraseña del banco) y con voluntad de comprender las debilidades ajenas.

Firma:Lourdes Domingo