Solo queda la danza

Lo primero que sorprende de Solo queda la danza es la ambientación. Acostumbrados en las películas de este género a los elegantes y elitistas pasillos de la Ópera de París o a las alternativas, pero igualmente selectas, aulas de Juilliard de Nueva York, esta película nos transporta a Amsterdam en la efervescente, rebelde, crítica y desmitificadora década de los 70.

La pérdida del glamour que suelen acompañar este tipo de relatos se compensa con una elevada atención a los personajes principales, el mayor activo del film. Sus motivaciones, filias y fobias, prejuicios y lastres del pasado se transmiten con frío y efectivo realismo. Salirse de los clichés habituales permite seguir con un considerable interés la historia, pues uno puede esperarse cualquier cosa de los protagonistas e intuir el final no es tan fácil como en otras producciones del mismo tema. Es, además, una agridulce exposición de los vaivenes emocionales de las jóvenes artistas.

La directora Dana Nechushtan y su guionista Roos Ouwehand dan a la narración, quizá para afianzar su verosimilitud, un tono algo descarnado, alejando en algunos momentos a las protagonistas del espectador. Esta distancia provoca que en ocasiones sus acciones resulten no solo extrañas o incoherentes sino directamente absurdas.

Otro aspecto desconcertante de Solo queda la danza es el ritmo. A la vez que el relato avanza en el tiempo con unos saltos sorprendentes, el desarrollo se ralentiza con escenas o planos que duran demasiado. La buena intención de que penetremos en el interior de los personajes o de que admiremos aspectos del baile, al prolongarse, ralentiza el largometraje que, sin llegar a aburrir, puede resultar pesado.

Firma: Esther Rodríguez