La película de Erwan Le Duc narra una historia jovial que triunfa en gran parte por los personajes que la componen. Con colores vivos y planos estáticos, el cineasta deja clara la preeminencia del amor.
No hay amor perdido es una muy agradable sorpresa. Una película pequeña y jovial, con un argumento que podría haberse quedado en un melodrama televisivo o transformarse en un drama intergeneracional desgarrador. La historia de un padre que se queda con un bebé recién nacido esperando a que la madre de la niña vuelva de aparcar (una actualización interesante del “irse a comprar tabaco”), se plantea con el mismo tono despreocupado con el que Etienne, el protagonista, sigue hacia adelante sin paralizarse lamiéndose las heridas.
En las primeras escenas del film se cuenta, sin apenas palabras, la génesis del drama, como una implicación del inicio de Up. Después de ello asistimos a la vida de padre e hija, cuando esta ya está a las puertas de irse de casa para ingresar en escuela de Bellas Artes en otra ciudad. Pocas cosas más pasan, pero el visionado de No hay amor perdido se disfruta, sobre todo, por la peculiaridad de los personajes que pululan por el metraje. Sorprende la relación de confianza entre Etienne y Rosa, los sendos romances con Helena y Youssef, la histeria de la alcaldesa y la invisible y pesada presencia de una madre ausente desde hace casi veinte años.
El trabajo del director y guionista Erwan Le Duc recuerda en parte al de Wes Anderson, por su paleta viva, su desarrollo levemente surrealista y los frecuentes planos fijos y estáticos. Estos encuadres, de líneas rectas y estables, la casa, el campo de fútbol, etc.. contrastan con los trazos gruesos y aparentemente espontáneos con los que Rosa pinta incansablemente las paredes. Un posible símil de una genialidad espontánea y libre dentro de los firmes márgenes del amor y el respeto a la familia y el entorno.
Por otro lado, a Le Duc le cuesta mantener el ritmo y se embarra en algunas ocasiones haciendo que el guion recurra a lo fácil o a lo excesivamente disparatado. Sin embargo, al público le queda clara la preeminencia del amor, aunque haya que escalar para conseguirlo, y la certeza de que todos componemos, con nuestra vida diaria, un emocionante poema épico.
Firma: Esther Rodríguez
Etienne solo vive para el fútbol pero al conocer a Valerie se enamora perdidamente de ella y tienen una niña, Rosa. Cuando aún es un bebé Valerie les abandona y Etienne y Rosa forman una peculiar familia. Ahora Rosa va a marcharse de casa para estudiar la carrera haciendo que todo vaya a cambiar.