La propuesta de Daniel Minahan está demasiado influida, en el mal sentido, por melodramas de los 50 y no se sostiene ni como ficción ni como reivindicación. Es un largometraje inverosímil y decepcionante.
Siempre es bueno que los realizadores jóvenes hayan visto muchas películas de las que ahora llamaríamos antiguas y eso honra al director y productor de Indomables Daniel Minahan. El peligro de ello no es haber visto demasiadas sino dejarse influir por ellas sin el poso, el fondo y el esfuerzo por buscar un trabajo bien hecho. Y de esta carencia hay, y mucho, en la obra de Minahan.
Es imposible no ver en el impecable caminar de Julius (Jacob Elordi) ramalazos de James Dean, Marlon Brando o Alain Delon. Y Lee (Will Poulter) podría ser perfectamente el Troy Donahue de tantos melodramas de Hollywood de los años 50 con los que, para mal, Indomables tiene demasiado que ver.
La historia es una adaptación de la novela de Shannon Pufahl que el guionista Bryce Kass ha convertido en casi dos horas de drama pegajoso que, de todas maneras, si se quitan las recurrentes y explícitas escenas de sexo, se queda en la mitad. Durante esa mitad asistimos al retrato de un triángulo, o más bien un pentágono, amoroso en el que sus dos lados principales, Muriel y Julius, hacen gala de una desnortada búsqueda de la felicidad en pos de un sueño que no tienen claro en ningún momento. En el camino, juegos de azar, apuestas de hipódromo y una caprichosa y triste querencia hacia las relaciones autodestructivas. El guion, tal como lo han planteado Kass y Minahan, es una oda a la mentira, la traición, el engaño, la deslealtad y la trampa. Cargado de inverosimilitudes, el dinero tras el espejo, por ejemplo, y haciendo guiños a demasiados géneros, el resultado final es pobre y decepcionante.
El film tendría un pase como documento sobre la marginación de los homosexuales en la década de los 50 de Estados Unidos. Sin embargo, tampoco en ese aspecto se luce ya que sigue cayendo en estereotipos que tiran piedras sobre su propio tejado. La figura del latino (y de la latina) como seductores e introductores del nuevo horizonte gay suena visto y elitista. Y el retrato de los bailes en el hotel Chester recuerda a la imagen despreciativa y cómica con la que Billy Wilder refleja la decadencia soviética en el gran Hotel Potemkin de Uno, dos, tres. Como reivindicación, un nuevo tiro en el pie.
Firma: Esther Rodríguez
Lee y Julius son hermanos, han vuelto de la guerra de Corea y quieren mudarse a California. Lee le pide matrimonio a Muriel y ésta acepta a pesar de que al conocer a Julius se siente profundamente atraída por él.