El viejo roble

El viejo roble se podría definir con las tres palabras que conforman el lema del pub homónimo que da título a la película: “solidaridad, fortaleza y resistencia”. La nueva colaboración entre el director Ken Loach y el guionista Paul Laverty pone en relieve estos valores, entre otros, a lo largo del metraje.

La llegada de varias familias de refugiados a un pequeño pueblo obrero del norte de Inglaterra, sacudido por la especulación y el abandono rural, despierta ciertas reticencias entre los habitantes y saca a relucir el racismo de una parte. Ante ello, el vínculo entre Tommy, el propietario del único bar de la localidad, y Yara, una de las asiladas, allana el camino hacia una educación que confronta esos prejuicios, mayoritariamente adultos, nacidos muchas veces del desconocimiento. Así, en la comprensión de los problemas ajenos y en la voluntad de compartir, consiguen sacar adelante un proyecto común para alimentar a los más necesitados y convertir el club en un lugar de encuentro para charlar y comer. Como ambos protagonistas afirman: “aquellos que comen juntos, se mantienen unidos”.

Mientras el local de “El viejo roble” se cae a pedazos y parece no tener arreglo –casi como un reflejo de la sociedad–, Ken Loach apuesta por un mensaje de unión y comunidad desde una realización naturalista y, como siempre, destacando esa focalización social presente en su filmografía –desde los conflictos bélicos acaecidos en otras naciones, como las dificultades presentes en los hogares de su país–. Si bien esos asuntos a veces son subrayados (y verbalizados) con demasiada artificiosidad, casi como si se tuviera que justificar, y llegan a sonar aleccionadores, la cinta brilla en sus momentos íntimos y en los detalles. Los pequeños gestos o iniciativas se postulan como semillas de grandes cambios humanos y queda así una oda a la solidaridad y la empatía.

Firma: Yoel González