El poder del perro

Jane Campion regresa al cine tras unos años centrada en la realización televisiva. Y lo hace con unas alforjas repletas de promesas llamativas, como llevar a cabo un western y hacerlo con un elenco robusto, con un gran diseño de producción y con una fotografía magnética.

A partir de la novela homónima de Thomas Savage, el film sintetiza los tramos iniciales y recorre los mismos personajes y parajes del texto original. Este autor norteamericano trazó con detalles parte del paisaje del oeste y también introdujo, en este relato, pasajes de su tortuosa vida.

En este sentido, la película abunda en las relaciones veladas, los subtextos y las atmósferas tensas y silentes que provocan un clima triste, patológico y con briznas de suspense. A pesar de eso, la trama no esconde ni su latente tragedia ni una homosexualidad tormentosa. A este respecto, Campion juega la baza de cierta elegancia en colisión con alguna simbología demasiado tosca en su composición.

De cara al espectador, el punto de vista se teje desde varias miradas (varios personajes), con especial énfasis en Phil, Peter y Rose. Y, sin embargo, esta perspectiva no genera empatía por ellos. Se juega con la distancia narrativa, en parte, precisamente para jugar al despiste con la audiencia y alimentar un sobresfuerzo necesario para el juego de prisas finales y elipsis que tiene preparado.

De esta manera, la película se convierte en un trayecto difícil, con personas heridas en lo más profundo y enfermas en lo psicológico. Y esto sucede, por oposición, en un entorno natural magnificente, bello y poderoso, gracias también al trabajo en la fotografía de Ari Wegner. Sus tenues contrastes ofrecen encuadres clásicos, donde las ventanas enmarcan lo salvaje desde un hogar, aquí maldito.

En definitiva, esta nueva revisión de la crisis de la masculinidad (y en dialéctica con el espacio americano por antonomasia) se reviste de imponencia, mientras deja un poso de tragedia sin redención.

Firma: Lourdes Domingo