Cold War

Pawel Pawlikowski deja que la nostalgia de su Polonia natal, de su cultura musical, y el pulso con el pasado (que latía en su aplaudida Ida) adopte más protagonismo en la presente película.

Sin embargo, donde el guionista y director quiere poner el acento es en el retrato de esos quince años de relación entre Wiktor y Zula. No se escapa que el dibujo que hace mantiene el esquema de amor imposible y con tintes destructivos: los celos, el ego, el azar y, además, la política se entrelazan para mover un conflicto de ritmo lastrado.

Este cariz, habitual del cineasta, no tiene por qué ser algo negativo. No obstante, cuando se quiere contar la historia de una relación a través de un arco cronológico prolongado se corren varios peligros: acelerar algunos elementos, mientras se diluyen o eluden otros o no se les otorga tiempo dramático suficiente. Con ello, se empuja al espectador a aceptar unas reglas del juego donde tiene que conectar emocionalmente, más que con lo singular, con un concepto argumental.

Esto no resta mérito al trabajo de Pawlikowski, que encuadra, coloca la cámara y da el tiempo perfecto al plano. Pero sí que quita regusto dramático a una trama a la que le falta texto y subtexto y le sobra contexto y carnalidad. Comulgar con la verosimilitud de un amor “fou” es una tarea ardua.

Quizá lo más apasionante de Cold War, además de la destreza formal, es la pequeña y, a la vez, conmovedora historia de la música, con su evolución en la función social y personal. Desde ese recopilar las canciones populares campesinas, en un precioso comienzo de homenaje al auténtico pueblo, pasando por su terrible politización, con la evolución del género propagandístico aunque bellamente ejecutado en sus sinfonías y danzas, hasta la llegada del jazz, las bandas sonoras e incluso la música ligera de imitación que envuelve, en su toque decadente, la decadencia de los protagonistas.

En definitiva, un viaje frío pero caldeado por la música.

Firma: Lourdes Domingo