El blues de Beale Street

La nueva producción de Barry Jenkins, afamado director de Moonlight (Óscar a la Mejor Película en 2017) adapta la novela homónima del escritor afroamericano James Baldwin. En ella (al menos en el film ya que la novela la desconozco) se centra en el drama humano y social de una pareja de enamorados que hacen frente a las injusticias que sufren, bien por su color, bien por la incomprensión de su entorno.Jenkins  apuesta por mezclar con imaginación y valentía cierto tono de documental de denuncia social con un relato intimista y cadencioso, cargado de romanticismo y de una sexualidad casi naif. Y el pulso entre las tendencias, a mi juicio, lo pierde.

El largometraje es de una lentitud extremadamente pesada toda vez que las imágenes (preciosas muchas de ellas, unas cargadas de belleza y otras de sentido –como el plano de las tres generaciones desde la bañera–) a la media hora no tienen mucho más que decir y resultan repetitivas en fondo y forma.

Una vez que los flash-backs corroboran lo que nos imaginamos y ya hemos disfrutado de suficientes escenas costumbristas (la cena con Daniel es de una frescura y una normalidad mágica), el ritmo contemplativo se acaba convirtiendo en un virtuosismo autocomplaciente, pero exasperante para el espectador.

El blues de Beale Street se salva por la empatía que generan los personajes, en especial los secundarios, a pesar de retratar a la mayoría de un modo plano y teñido de maniqueísmo. De todos modos, Regina King vale por sí sola el visionado de la película, y Colman Domingo, Diego Luna, etc., intentan levantar un guion demasiado personal como para saberlo compartir.

Firma: Esther Rodríguez