Bajo las estrellas de París

Claus Drexel, realizador alemán afincado en el país galo desde su infancia, dirige una nueva película que no deja indiferente al espectador. La sensibilidad con la que retrata la situación marginal de tantos seres humanos en París se complementa a la perfección con la visión del mundo del co-protagonista, quien a la corta edad de ocho años tiene que experimentar lo que significa no tener un sitio al que llamar hogar.

La trama empieza con el día a día de Christine (Catherine Frot), una mujer que deambula por los rincones de la urbe y duerme resguardada bajo un puente. Un día de invierno encuentra en la puerta de su escondite a Suli (Mahamadou Yaffa), un niño que aparentemente se ha perdido. A pesar de querer desentenderse en un primer momento, los fantasmas su pasado y la empatía hacia la situación del pequeño harán que Christine decida ayudarlo a encontrar a su madre.

A pesar del romanticismo de su título y la apropiada elección de localización, el argumento se centra en una verdad que muchos prefieren ignorar cuando se piensa en la capital del amor. Drexel lleva a la pantalla diferentes realidades que conviven en un mismo espacio en el imaginario colectivo: desde la mujer sin hogar hasta los inmigrantes que han acabado en la calle tras huir en pateras, pasando por los círculos de drogadictos que se esconden en las entrañas de la metrópoli; todos ellos son considerados los marginados de la sociedad. El cineasta cuenta sus historias sin caer en el dramatismo o la condescendencia de quien no ha vivido esa situación y pretende aleccionar sobre el tema, algo que enriquece el filme y permite construir buenos personajes.

Visualmente, Bajo las estrellas de París es amena, no destaca por sus grandes escenas de acción ni por un ritmo trepidante, con lo que recuerda, en algunas ocasiones, a una estética más propia del documental que de la ficción. Sin embargo, esta forma de narrar más clásica se ve interrumpida por una visualización caleidoscópica cuando Suli utiliza el juguete que Catherine le regala. Este hecho permite hacernos una idea tanto de la deformación literal de la realidad del niño –al fin y al cabo, esa es la función del caleidoscopio– como de la deformación de su mundo personal, encontrándose solo en una ciudad desconocida y sin saber dónde está su madre.

En general, es una película predecible, pero no por ello menos emotiva. El director no pretende sorprender en ningún momento, sino poner cara y dar voz a algunas de las miles de historias que ocurren a diario en Francia como en tantos otros países. El relato es sencillo, y está bien contado. Lo único que se echa de menos es tener más información sobre el pasado tormentoso de Christine. Si las decisiones de Claus Drexel al respecto fueron premeditadas, una explicación más clara de su pasado habría ayudado a entender qué fue lo que vivió y por qué actúa como actúa.

El largometraje ha sido premiado en varios festivales internacionales, entre los cuales destaca el Festival Internacional de Fort Lauderdale (EE.UU.), donde se llevó el premio de mejor película internacional, mejor película elegida por el público y mejor actriz para Catherine Frot.

Firma: Adriana Navarro