La nueva película de Spielberg viene polemizada desde su propio país –España no ha reclamado por vía diplomática (en la época de Franco hubiera sido prohibida); aunque también Inglaterra sale mal parada–, ya que la escritora Barbara Chase-Riboud acusa a los productores de piratería literaria: asegura que Amistad ha sido plagiada de su novela Echo of Lions.
Pero mientras los tribunales estadounidenses resuelven este conflicto, el rey Midas de Hollywood estrena su ambicioso filme (más de 5.000 millones de pesetas), que ha sido recibido fríamente por la crítica autóctona, siendo tachado de “difuso” (The New York Times), “producto comercial que no funciona” (Los Angeles Times), “patético y ridículo” (The New York Post), etc. Sin embargo, la Academia lo ha nominado para cuatro Oscars: Mejores fotografía, vestuario, banda sonora y actor secundario (Anthony Hopkins, que hace una gran creación del ex presidente Adams).
Perfectamente ambientado en escenarios naturales y asesorado históricamente –si hay rigor o manipulación en el guión de Debbie Allen lo dirán los especialistas–, cuenta con una brillante puesta en imágenes. Con todo, su tono grandilocuente carece de vigor y parece faltarle fuerza dramática, manteniendo distante al espectador, sin llegar a impresionarle o involucrarle anímicamente (como hiciera ayer con La lista de Schindler). Destaca también la interpretación del africano debutante Djimon Hounsou (33 años), junto a los veteranos Morgan Freeman y Pete Postlethwaite.
Aun así, las pretensiones estéticas de Spielberg son otras: “Este filme ha de ser como un cuadro de Goya. Ha de evolucionar, como su pintura, del período luminoso a la época más oscura”. La verdad es que esta cinta será un traspiés artístico en su carrera. Amistad es la segunda producción de los nuevos estudios de Steven Spielberg, Dream Works, y posee una clara voluntad de expresión por parte de su autor: “Después de reflejar el holocausto judío, pensé que debía hacer lo mismo con otro gran holocausto de la historia moderna, el sufrido por los africanos. Incluso hoy, en Los Ángeles, se oye hablar de talleres clandestinos donde los trabajadores son encadenados a sus máquinas”, afirmó; mientras intelectuales y cineastas de color, como Spike Lee y John Singleton, le recriminan habérseles apropiado del tema.
Calificado por el propio realizador como “documento histórico”, es obvio que Amistad –nos guste o no– pone el dedo en la llaga de una lacra que afecta a las antiguas metrópolis: el vergonzante esclavismo –tapado o público– de los viejos imperios coloniales. Y la historia nos pasa factura. Pero lo que resulta paradójico es que esta denuncia provenga precisamente de un país –los Estados Unidos de América– que no ha sido ni es ejemplar con el tema, y ahora quedan ante la Historia como los grandes defensores de la justicia y los paladines de la libertad. Sin eludir las responsabilidades de la España liberal e Ilustrada –junto a una patética Isabel II, de 9 años, quedan asimismo ridiculizados el general Espartero y el embajador Calderón– en este caso, el paralelismo que establece Spielberg entre la pasión de Cristo y la propia de los esclavos negros, a través de las imágenes de una Biblia ilustrada, sabe un tanto –si bien es muy efectivo– a demagógico; pero coincide con la postura de este realizador judío, que hoy tiene dos hijos adoptivos afroamericanos y siente “una especial antipatía por los Reyes Católicos, a quienes considera culpables no sólo de un gran número de crímenes cometidos en el Nuevo Mundo o en África, sino también de la expulsión de los judíos en España después de que éstos colaboraran con la causa cristiana en su enfrentamiento contra el invasor musulmán” (Cfr. Jorge Parrondo, La Vanguardia, 12-XII-1997). En fin, que ahora Steven Spielberg (50 años) se pone a redentor.
Firma: Josep María Caparrós
Narra una historia real, acaecida en 1839: la odisea del barco español Amistad, cuando 53 esclavos negros se amotinaron y se hicieron con la nave frente a las costas de Cuba. Apresados por un buque norteamericano, fueron encarcelados en New Haven (Connecticut) y juzgados públicamente; pues serían reclamados por sus propietarios y la reina de España, Isabel II. Ganado el proceso en primera instancia, llegó hasta la Corte Suprema de Estados Unidos, formada por una mayoría de sudistas. Al final, defendidos por el abolicionista y antiguo presidente John Quincy Adams, el alto tribunal dio la libertad a los 40 esclavos supervivientes, que regresaron a África. El Gobierno español siguió reclamando sus derechos, quedando zanjado el conflicto tras la Guerra de Secesión USA (1861-1865).
