Esta grata sorpresa nos narra una historia en dos tiempos, entre la época del París impresionista y la actualidad. Pese al desequilibrio entre ambas partes, la ambientación y las temáticas tratadas dejan una buena sensación.
Un film que empieza con una serie de personas admirando, en diferentes actitudes, un gran lienzo del impresionista Claude Monet, ya tiene ganado el interés agradecido y expectante del público. Esos primeros planos anticipan un maravilloso viaje que llevará al espectador desde la Normandía rural al bullicioso y efervescente París de la segunda mitad del siglo XIX. Y, desde aquella época, sin moverse de la butaca, partirá, en varios trayectos de ida y vuelta, al modernizado e individualista siglo XXI.
Todo en Los colores del tiempo es una sorpresa, generalmente agradable. De la misma manera que refleja el París del XIX plagado de soñadores, innovadores y pioneros, el guion encandila al auditorio con una trama llena de vericuetos. Con la excusa de la construcción de un centro comercial, la película reúne a más de treinta personas que descubren que son familia y tienen que decidir sobre el futuro de una casa y un terreno del que desconocían su existencia. A partir de ahí, la elección de cuatro protagonistas y el viaje, a través de fotos y cartas, hacia el origen de su linaje componen un rico y variado retrato de personas que, en el fondo, no son tan distintas.
Lo más llamativo de la propuesta es, sin duda, la recreación del París de los impresionistas. El desfile por la pantalla de Monet, Renoir, Nadar, Sarah Bernhardt, Víctor Hugo y un largo etcétera, está contado de una manera simpática, instructiva sin ser aburrida, y en cierto modo tramposa, ya que se toma algunas licencias temporales y espaciales que no dañan lo fundamental de la historia. Las transiciones entre el pasado y el presente se hacen con ingenio y agilidad y algunas escenas, como la de Monet pintando su famoso Impresión: sol naciente son casi sublimes.
A pesar de ello, me parece más redonda la parte desarrollada en la actualidad. Sus personajes y dinámicas me resultan más frescas y las resoluciones más verosímiles y coherentes. En el pasado, aciertan los realizadores en la plasmación del “joie de vivre” y el desenfado de las calles, los prostíbulos y las relaciones alternativas, pero todo ello no casa con el cierre de la historia de Adele. En el presente, la apuesta por la necesidad de la familia, valorar el pasado, disfrutar con lo bueno -sea de cuando sea-, admirarse ante las nuevas tecnologías sin menospreciar los trazos con los que se pintó el camino hacia el futuro (de hecho, la traducción del título original del film es “La venida del futuro”), el agradecimiento al trabajo de profesores, inventores, amigos ocasionales… son algunas de las sensaciones con las que esta película, sin ser perfecta, inunda la sala de cine y el ánimo de sus espectadores.
Firma: Esther Rodríguez
Alrededor de treinta personas son convocadas a una reunión en el ayuntamiento de una ciudad mediana de Normandía. Aunque no se conocen entre ellos, son los descendientes de la dueña de la casa y del terreno en el que se quiere construir un centro comercial y el alcalde necesita que se pongan de acuerdo para venderla. Cuatro de ellos, en representación de los demás, visitan la casa y descubren los lazos de su antepasada con los más relevantes artistas del París de finales del XIX.