Historia de una pasión

Terence Davis (La casa de la alegría, The deep blue sea, Sunset song) ha escogido a una autora singular para singularizarla aún más en la composición que hace con la película. Davis, proclive a elaborar tramas tormentosas y personajes con sombras acentuadas, ha encontrado en Emily Dickinson un valioso material para su destilería.

El rigorismo calvinista que marca la exitosa (y liberal, en lo profesional) familia de la poetisa encaja perfecto con su obsesión por resaltar la asfixia de una concepción implacable de la religión. De hecho, el director irlandés incluye en el guion como reales algunos hechos –por ejemplo, el  motivo por el que abandona la escolarización reglada– que no están lo suficientemente contrastados con la realidad.

Al mismo tiempo, la pasión de Dickinson por convertir su obra en un hecho dramático del alma y por reflejar su mirada, también dramática, sobre la humanidad determina con mucho el retrato que lleva a cabo el film. La Emily Dickinson de Terence Davis es una mujer complicada y torturada por un desconcierto existencial. Del mismo modo que la alteración sintáctica de su escritura fue prueba de su talento y causa de incomprensión entre otros autores y editores, Dickinson no encuentra su sitio en el sintagma del mundo.

Con una historia tan perfumada de estética como esta, este veterano cineasta descubre cómo teatralizar más de lo habitual su puesta en escena y cómo acrecentar su querencia por el preciosismo en la composición a través de la luz.

Todo ello hace sucumbir la paciencia del espectador que espere algo más que un film opresivo, en el que la belleza de los versos no le salva de la tristeza y decadencia con la que Davis presenta el camino hacia el fin de la vida.