Baikonur

Baikonur es una película distinta (gracias a Dios). Es un proyecto que se revela personal desde el principio y esto ayuda a superar el desconcierto inicial (los créditos recuerdan la cabecera del veterano Informe Semanal y cautivan y confunden a partes iguales). Y es un proyecto que, básicamente, habla sobre la ilusión, una sensación que es casi consubstancial al cine.

Desde las primeras escenas, el espectador se sumerge en el mundo rural kazako, cargado del exotismo de lo desconocido y lejano, pero repleto también de la sencillez de la vida tranquila alejada de las ciudades que cualquier persona es capaz de comprender y apreciar.

Sin la pesadez de un documental etnográfico, pero con multitud de detalles, vamos conociendo el modo de vida de los lugareños y el contraste con la sofisticación de la ingeniería espacial que se desarrolla en la vecina Baikonur. La compleja relación de los dos ambientes es el eje central de la película.

Los aldeanos sobreviven gracias a la chatarra, pero ésta “cae” literalmente sobre ellos en una interesante metáfora de la invasión y el destrozo que, a veces, ha causado el progreso en la cultura de los pueblos.

Para el protagonista, sin embargo, el progreso, ejemplificado en el aparato de radio y la rudimentaria antena que ha construido en su “yurta” (la tienda en la que vive), es algo fascinante y a ello dedica todo su tiempo libre.

Esos dos mundos chocarán, era obvio, y el moderno mostrará su cara más violenta ante los inocentes ojos de Gagarin, quien comprobará la dureza y comercialidad de los agentes espaciales o la agresividad sexual de una Julie que, durante unos días, fue una dulce Bella Durmiente.

Tampoco es idílica la vida de los aldeanos, que carecen de las comodidades más básicas y se pelean a muerte por obtener la chatarra o comprar una esposa.

Como se ve, muchos e interesantes elementos para componer una historia sencilla, con mucho humor y cargada de humanidad.

Firma: Esther Rodríguez